Por Carlos Macías. Licenciado en Historia por la Universidad de Cádiz · Fotos Doro Jr.

Madrugada del 10 de noviembre de 1704. El temporal de levante azota con virulencia desde primeros de mes como sólo los vecinos de la zona saben que puede azotar, lluvia a mansalva, fuerte marejada en la bahía y por momentos rachas de viento huracanadas que parecen querer derribar las barracas recién construidas junto a la ermita de san Roque, en el cerro del mismo nombre. Simón se revuelve en el jergón intranquilo, apesadumbrado, inquieto, buscando una posición que le permita conciliar el sueño. Sabe que será un imposible. Lleva noches sin poder dormir y no por culpa de las inclemencias meteorológicas. Atormentado por pensamientos de culpa y aflicción se levanta en dirección a la ventana que da a la Roca, a la que escudriña en la oscuridad de una noche fría y cerrada de lo más desapacible. Una lágrima le cae por la mejilla mientras se pregunta porqué repetidas veces. La ira le hace cerrar el puño clavándose las uñas en la palma hasta que consigue sangrar. Los dientes le rechinan. Una nueva lágrima recorre el mismo camino que la anterior. Vuelve a apretar con más fuerza la mano infligiéndose un castigo que cree merecido al preguntarse si no se pudo hacer más, si no hubiera sido mejor perder la vida defendiendo su casa, sus pertenencias, su tierra; la que también fue la de sus padres y quién sabe si de sus abuelos. Y no, no es tanto un sentimiento patriótico, aunque también le duela la pérdida de Gibraltar para España (4 de agosto de 1704), sino sobre todo una afrenta, una deshonra personal y se recuerda embalando junto a su familia lo que pudo de sus posesiones, abandonando su hogar y marchando con el resto de vecinos, pasando por última vez por la Puerta de Tierra, dejando atrás su villa, sus recuerdos, su vida. También siente añoranza por los setenta paisanos que no pudieron/quisieron salir, la mayoría enfermos y heridos incapacitados para el desplazamiento y religiosos que prefirieron seguir orando a Dios desde el peñón. Recapacita, piensa e intenta calmarse y rememora la llegada a la bahía el primero de agosto de la impresionante escuadra angloholandesa, en el marco de la Guerra de Sucesión Española que enfrentó a Borbones y Austrias por el trono dejado sin descendencia por Carlos II y movilizó a los principales países europeos, compuesta por 61 buques de guerra, 4000 cañones y 9000 infantes listos para el combate mientras la plaza gibraltareña contaba con una guarnición de unos escasos 100 soldados y 500 milicianos y con un sistema de fortificaciones de la época del moro y posterior reforma de Carlos V para su defensa, pese a las quejas previas del gobernador Diego Salinas a Madrid de lo desprotegida que se encontraba la villa para la importancia estratégica que tenía por su situación geográfica. Dos días aguantaron el asedio a base de bombas y cañonazos desde tierra y mar y cuando el enemigo consiguió penetrar por el muelle nuevo acorralando a la población civil que se había resguardado en la ermita de Punta Europa y un batallón de catalanes (Cataluña mostró su apoyo a los Austrias durante el conflicto) desembarcó en la playa de levante (en su honor la actual Catalan Bay) observando la superioridad en hombres y armamento del adversario y pensando en la sarracina que se pudiera producir, el gobernador Salinas optó por aceptar las ventajosas condiciones ofrecidas por el enemigo para la capitulación de la plaza.

Simón, a regañadientes, se autoconvence que sí, que fue la mejor opción. Lo que no logra comprender es la actitud del aliado francés que días después cuando tras la batalla naval de Vélez-Málaga (24 de agosto de 1704) contra la escuadra angloholandesa que había surcado desde Gibraltar al encuentro, dejándola desguarnecida, no se aprovechó la coyuntura favorable presentada para intentar retomar el peñón, volviendo sin explicación ni lógica hacia el puerto de Toulón a presumir de la victoria ¡Malditos gabachos!

Pasaron algunas fechas hasta que llegó a la zona el Gobernador General de Andalucía, marqués de Villadarias, para acampar frente a Gibraltar con el grueso de su ejército que se encontraba inmerso en otra contienda en la frontera portuguesa con Extremadura. Y esa madrugada de temporal de levante en la que Simón no podía dormir como en tantas otras, superó sus miedos presentándose en el campamento español solicitando audiencia al marqués. Como conocedor de cada uno de los caminos, pasajes, cuevas y recovecos de los que se compone el peñón gracias a sus labores de pastoreo durante tantos años había ideado un plan para reconquistar la ciudad, él guiaría a un pequeño contingente de 500 hombres comandado por el coronel Figueroa hasta la cima de la Roca a través de la senda del pastor, eliminando los puestos de defensa y garitas enemigas que a su paso pudieran encontrar, para una vez alcanzada la cumbre iniciar un potente bombardeo desde el emplazamiento español situado en el itsmo hacia la muralla norte que desplazase a las tropas inglesas al lugar y aprovechando el factor sorpresa y la desprotección de la zona oriental bajar por los abruptos senderos hasta penetrar en la ciudad y desde dentro, como un caballo de Troya, vencer al enemigo. Sin embargo, pasaba el tiempo y la señal de asalto por parte de la capitanía general no llegaba a producirse, fue tanta la espera que terminaron siendo descubiertos y masacrados por la superioridad inglesa. Unos pocos, entre ellos Figueroa y Susarte consiguieron escapar, el resto fueron muertos en la refriega o tomados prisioneros, regresando al campamento español exigiendo explicaciones a tal acto de cobardía que había dejado vendido a sus camaradas. El marqués de Villadarias explicó que al tener el mando compartido con los franceses, las decisiones debían llegar bajo consenso y el mariscal Tessé se había opuesto a dar la orden de ataque. El chovinismo francés no podía permitir que la gloria de la toma de Gibraltar se la llevara un simple cabrero ¡Malditos gabachos!